Daniel Gil-Benumeya, arabista e historiador, rabatí y madrileño, e hijo del primer director del Instituto Cervantes de Tetuán, Rodolfo Gil Grimau, al que toda la ciudad sigue recordando con mucho cariño, tanto por sus estudios como por sus gestiones y relaciones locales, nos envía muy amablemente, por el cariño que le une a la ciudad de Tetuán, a Marruecos, y todo el mundo árabe, un interesante artículo de presentación de su último libro Madrid islámico, que ya tenemos disponible en préstamo en la biblioteca, donde encontraréis gran cantidad de referencias y de datos, deseando que disfrutéis conociendo los orígenes y los hitos más interesantes de la historia de la villa de Madrid.
Madrid es la única capital
europea de origen islámico. Dichos orígenes, sin embargo, han sido objeto de
una larga controversia que continúa hasta hoy y que expresa hasta qué punto la
herencia de al-Ándalus no ha sido bien digerida por el imaginario nacional
español, más aún tratándose de la ciudad que representa a la nación española.
Madrid
fue en sus primeros doscientos cincuenta años de vida un enclave omeya en la
frontera norte de al-Ándalus, en la región que los andalusíes llamaban «la
Marca Media» (الثغر الأوسط), noción ésta,
la de marca, que remite más a la idea de un amplio territorio de
frontera y transición que a la noción moderna de frontera lineal, como ha señalado
el arabista Eduardo Manzano. La fundación de Madrid y
otras fortificaciones de la misma época, que las fuentes atribuyen a la
iniciativa del emir Muhammad I hacia el año 860, parece haber respondido a la
necesidad de asentar el poder omeya en una región de lealtad imprecisa, y en
concreto de crear un cerco «legitimista» en torno a la ciudad de Toledo, para
ahogar su constante insumisión y dificultar sus comunicaciones con otros
poderes rebeldes o con el vecino reino de Asturias.
La
construcción del hisn (حصن) o castillo de Madrid
parece haber sido obra de la tribu de los Bani Sálim, una tribu amazig
(bereber) perteneciente a la confederación de los Masmuda, originaria del Alto
Atlas, llegada a al-Ándalus en el siglo anterior. Los Bani Sálim, aliados de
los omeyas, dominaban la región de la Marca Media y establecieron su capital en
una ciudad a la que dieron su nombre: Madinat Sálim (مدينة سالم), «ciudad de Sálim», esto, es, Medinaceli.
No obstante, cuando hablamos de bereberes, de árabes, de muladíes o de
cualquier otra categoría étnica en este periodo, es decir, un siglo y medio
después de la conquista islámica, hay que tener en cuenta que la sociedad
andalusí se encontraba en un proceso de mestizaje humano y cultural muy
generalizado y avanzado, por lo que cabe preguntarse si tiene sentido hablar,
por ejemplo, de «conquistadores» frente a «indígenas» en este periodo, en el
que además parece haber existido un bilingüismo árabe-romance generalizado, por
encima de adscripciones étnicas o religiosas.
El propio nombre de Madrid parece ser expresión de ese
mestizaje, tanto si se acepta la hipótesis de que el nombre primitivo Maŷrit
(مجريط) es una arabización del romance Matrich,
‘matriz’, en alusión a un arroyo a orillas del cual se construyó la ciudad
(actual calle Segovia), como si se prefiere la de que es un híbrido del árabe maŷra
(مجرى), en el sentido de «curso de agua»,
y el sufijo romance de abundancia –it, en alusión a la cantidad de riachuelos
que recorrían el solar de la ciudad.
El
castillo de Madrid, enclavado en la actual zona de la Almudena, evolucionó
hasta convertirse en esa «pequeña y próspera ciudad», capital de la comarca
circundante, que evocaron cronistas y geógrafos medievales como los
contemporáneos al-Razi, Ibn Hayyán, Ibn Hazm o Ibn Bassam, entre otros,
y más tarde autores posteriores como al-Idrisi, Ibn Said al-Magribi o al-Himyari.
La
palabra «almudena», tan ligada a Madrid, procede precisamente de al-mudayna (المُدَيْنة), “la ciudadela” o “la pequeña
ciudad”, nombre que recibió el recinto amurallado cuando la población se
extendió por los arrabales, y se convirtió en nombre propio de mujer debido a
que, tras la conquista cristiana (1085), la mezquita de Madrid fue convertida
en iglesia bajo la advocación de la Virgen, conocida como «santa María de la
Almudena» por encontrarse dentro de dicho recinto.
La
conquista de Alfonso VI no acabó con la presencia islámica en Madrid, que tenía
por entonces un arraigo de doscientos cincuenta años y se mantuvo durante, al
menos, los quinientos años siguientes, a través de la minoría mudéjar (musulmanes «tolerados») y
luego morisca (musulmanes obligados a convertirse al cristianismo). La historia
de los moriscos de Madrid es aún muy poco conocida, pero los datos disponibles
sugieren que, cuando se puso en práctica la expulsión masiva de esta minoría en
todo el territorio de la Monarquía hispánica entre 1609 y 1612 (que fue a parar
a ciudades como Tetuán, Rabat, Fez, Chauen, Túnez y otras), los moriscos
madrileños en su mayor parte no solo consiguieron sustraerse a aquella primera limpieza
étnica de la Edad Moderna, debido a la ocultación y protección que les
brindó la población de Madrid, sino que probablemente muchos moriscos llegados
de otros lugares lograron también perderse entre los recovecos de la Villa y
Corte y hacerse olvidar. De manera que puede pensarse que en Madrid nunca se
extinguió la herencia humana de al-Ándalus; simplemente se diluyó en la vida de
la ciudad.
El ocaso del islam madrileño coincidió
con el nacimiento de las fabulaciones sobre los orígenes de la Villa. El establecimiento de la corte en Madrid en 1561 fue
el inicio de una larga serie de esfuerzos por inventarle, a la que desde
entonces sería capital de España, un pasado más ilustre y acorde con los
valores europeístas y católicos que informaban
el imaginario oficial de la Monarquía hispánica primero y del Estado-nación
español después. Los cronistas de la corte
transformaron así la pequeña madina de Muhammad I en Mantua Carpetana,
una importante ciudad cuyos orígenes semimitológicos se perdían en una
Antigüedad anterior incluso a la fundación de Roma, por la que habían pasado
griegos, romanos y godos antes de ser conquistada por los moros y
recuperada después para la Cristiandad. La leyenda de la virgen de la Almudena,
patrona de Madrid, supuestamente ocultada ante la inminencia de la «conquista
árabe» y hallada milagrosamente tras la «reconquista» es quizás la expresión
más clara de esta integración de la pseudohistoria madrileña en el paradigma de
«pérdida y reconquista» con el que se narra habitualmente la historia de
al-Ándalus, y ello a pesar de la paradoja de su nombre árabe. Recientemente
hemos podido comprobar que, a pesar de su ahistoricidad evidente, la leyenda de la Almudena sigue teniendo pleno crédito
en algunos sectores, como si los propagandistas de los Austrias hubieran
resucitado para reciclarse como articulistas de prensa.
En efecto, cuando uno se
acerca a la historia madrileña, una de las constantes que saltan a la vista es
que el avance de la investigación sobre sus orígenes (que viene a confirmar lo
que dicen las fuentes medievales) no ha logrado eliminar la tradición popular y
a veces también historiográfica de situar el nacimiento de la ciudad fuera de
la época que estas mismas tradiciones suelen llamar de «dominación islámica».
Como remontarse a la Antigüedad clásica se reveló insostenible a poco que
avanzó el conocimiento científico, se pasó el testigo a los visigodos, que para
los románticos de los siglos XIX y XX eran los venerables antepasados y
forjadores de la nación española (¿recuerdan la antigua obligación de los
escolares de aprenderse la lista de los reyes godos?), por lo que resultaba
perfecto que hubieran fundado la capital de la misma. Y ello a pesar de que en
la misma época, gracias al desarrollo del arabismo académico, se iban redescubriendo
las fuentes árabes medievales que daban las noticias más antiguas sobre Madrid.
Hay que decir que, hasta ese
momento, y a pesar de todas las fabulaciones y leyendas sobre orígenes ilustres
que se perdían en la noche de los tiempos, el dato más antiguo que se había
encontrado sobre Madrid en la documentación cristiana era la breve referencia a
una ciudad «en territorio de los caldeos» llamada Magerit, que hizo en
latín el obispo Sampiro de Astorga a principios del siglo XI,
describiendo una sangrienta expedición que hicieron las tropas asturianas en la
zona un siglo antes.
El debate sobre los orígenes
sigue vivo hasta hoy, si no en el terreno estrictamente académico —donde los avances
en la arqueología no han hecho sino corroborar
hasta el momento lo que afirman las fuentes documentales—, sí en la
especulación de carácter más divulgativo, que ante la dificultad de inventarle
a Madrid un pasado preislámico ha llegado a afirmar incluso un origen postislámico, con tal de que el mérito
retrospectivo de la fundación de la capital recaiga en «los cristianos», de los
cuales la nación española se considera sucesora, y no en «los moros» que son el
gran otro antagónico de la historia de España. Porque, en efecto, lo que
se dirime aquí no es una cuestión científica sino simbólica, que además ha
adquirido nuevos bríos con el cambio de siglo, debido a las teorías del «choque
de civilizaciones», la posición geoestratégica del islam en el «nuevo orden
mundial» y el auge de la islamofobia, que imponen una mirada sesgada sobre el
pasado.
En definitiva, el objetivo del
libro Madrid islámico ha sido, por
un lado, contribuir a la difusión del legado islámico en la historia madrileña,
sacándolo del ámbito más académico y dándolo a conocer a través de una
editorial especializada, justamente, en la divulgación del conocimiento sobre
Madrid. Y, por otro lado, analizar la genealogía del debate sobre los orígenes
para tratar de desactivar las proyecciones ideológicas del presente en el
conocimiento del pasado.
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