lunes, 23 de noviembre de 2015

Madrid y su complicada relación con el pasado islámico, por Daniel Gil-Benumeya.


Daniel Gil-Benumeya, arabista e historiador, rabatí y madrileño, e hijo del primer director del Instituto Cervantes de Tetuán, Rodolfo Gil Grimau, al que toda la ciudad sigue recordando con mucho cariño, tanto por sus estudios como por sus gestiones y relaciones locales, nos envía muy amablemente, por el cariño que le une a la ciudad de Tetuán, a Marruecos, y todo el mundo árabe, un interesante artículo de presentación de su último libro Madrid islámico, que ya tenemos disponible en préstamo en la biblioteca, donde encontraréis gran cantidad  de referencias y de datos, deseando que disfrutéis conociendo los orígenes y los hitos más interesantes de la historia de la villa de Madrid. 

Madrid es la única capital europea de origen islámico. Dichos orígenes, sin embargo, han sido objeto de una larga controversia que continúa hasta hoy y que expresa hasta qué punto la herencia de al-Ándalus no ha sido bien digerida por el imaginario nacional español, más aún tratándose de la ciudad que representa a la nación española.

Madrid fue en sus primeros doscientos cincuenta años de vida un enclave omeya en la frontera norte de al-Ándalus, en la región que los andalusíes llamaban «la Marca Media» (الثغر الأوسط), noción ésta, la de marca, que remite más a la idea de un amplio territorio de frontera y transición que a la noción moderna de frontera lineal, como ha señalado el arabista Eduardo Manzano. La fundación de Madrid y otras fortificaciones de la misma época, que las fuentes atribuyen a la iniciativa del emir Muhammad I hacia el año 860, parece haber respondido a la necesidad de asentar el poder omeya en una región de lealtad imprecisa, y en concreto de crear un cerco «legitimista» en torno a la ciudad de Toledo, para ahogar su constante insumisión y dificultar sus comunicaciones con otros poderes rebeldes o con el vecino reino de Asturias.

La construcción del hisn (حصن) o castillo de Madrid parece haber sido obra de la tribu de los Bani Sálim, una tribu amazig (bereber) perteneciente a la confederación de los Masmuda, originaria del Alto Atlas, llegada a al-Ándalus en el siglo anterior. Los Bani Sálim, aliados de los omeyas, dominaban la región de la Marca Media y establecieron su capital en una ciudad a la que dieron su nombre: Madinat Sálim (مدينة سالم), «ciudad de Sálim», esto, es, Medinaceli. No obstante, cuando hablamos de bereberes, de árabes, de muladíes o de cualquier otra categoría étnica en este periodo, es decir, un siglo y medio después de la conquista islámica, hay que tener en cuenta que la sociedad andalusí se encontraba en un proceso de mestizaje humano y cultural muy generalizado y avanzado, por lo que cabe preguntarse si tiene sentido hablar, por ejemplo, de «conquistadores» frente a «indígenas» en este periodo, en el que además parece haber existido un bilingüismo árabe-romance generalizado, por encima de adscripciones étnicas o religiosas.
El propio nombre de Madrid parece ser expresión de ese mestizaje, tanto si se acepta la hipótesis de que el nombre primitivo Maŷrit (مجريط) es una arabización del romance Matrich, ‘matriz’, en alusión a un arroyo a orillas del cual se construyó la ciudad (actual calle Segovia), como si se prefiere la de que es un híbrido del árabe maŷra (مجرى), en el sentido de «curso de agua», y el sufijo romance de abundancia –it, en alusión a la cantidad de riachuelos que recorrían el solar de la ciudad.

El castillo de Madrid, enclavado en la actual zona de la Almudena, evolucionó hasta convertirse en esa «pequeña y próspera ciudad», capital de la comarca circundante, que evocaron cronistas y geógrafos medievales como los contemporáneos al-Razi, Ibn Hayyán, Ibn Hazm o Ibn Bassam, entre otros, y más tarde autores posteriores como al-Idrisi, Ibn Said al-Magribi o al-Himyari.
La palabra «almudena», tan ligada a Madrid, procede precisamente de al-mudayna (المُدَيْنة), “la ciudadela” o “la pequeña ciudad”, nombre que recibió el recinto amurallado cuando la población se extendió por los arrabales, y se convirtió en nombre propio de mujer debido a que, tras la conquista cristiana (1085), la mezquita de Madrid fue convertida en iglesia bajo la advocación de la Virgen, conocida como «santa María de la Almudena» por encontrarse dentro de dicho recinto.
La conquista de Alfonso VI no acabó con la presencia islámica en Madrid, que tenía por entonces un arraigo de doscientos cincuenta años y se mantuvo durante, al menos, los quinientos años siguientes, a través de la minoría mudéjar (musulmanes «tolerados») y luego morisca (musulmanes obligados a convertirse al cristianismo). La historia de los moriscos de Madrid es aún muy poco conocida, pero los datos disponibles sugieren que, cuando se puso en práctica la expulsión masiva de esta minoría en todo el territorio de la Monarquía hispánica entre 1609 y 1612 (que fue a parar a ciudades como Tetuán, Rabat, Fez, Chauen, Túnez y otras), los moriscos madrileños en su mayor parte no solo consiguieron sustraerse a aquella primera limpieza étnica de la Edad Moderna, debido a la ocultación y protección que les brindó la población de Madrid, sino que probablemente muchos moriscos llegados de otros lugares lograron también perderse entre los recovecos de la Villa y Corte y hacerse olvidar. De manera que puede pensarse que en Madrid nunca se extinguió la herencia humana de al-Ándalus; simplemente se diluyó en la vida de la ciudad.
El ocaso del islam madrileño coincidió con el nacimiento de las fabulaciones sobre los orígenes de la Villa. El establecimiento de la corte en Madrid en 1561 fue el inicio de una larga serie de esfuerzos por inventarle, a la que desde entonces sería capital de España, un pasado más ilustre y acorde con los valores europeístas y católicos que informaban el imaginario oficial de la Monarquía hispánica primero y del Estado-nación español después. Los cronistas de la corte transformaron así la pequeña madina de Muhammad I en Mantua Carpetana, una importante ciudad cuyos orígenes semimitológicos se perdían en una Antigüedad anterior incluso a la fundación de Roma, por la que habían pasado griegos, romanos y godos antes de ser conquistada por los moros y recuperada después para la Cristiandad. La leyenda de la virgen de la Almudena, patrona de Madrid, supuestamente ocultada ante la inminencia de la «conquista árabe» y hallada milagrosamente tras la «reconquista» es quizás la expresión más clara de esta integración de la pseudohistoria madrileña en el paradigma de «pérdida y reconquista» con el que se narra habitualmente la historia de al-Ándalus, y ello a pesar de la paradoja de su nombre árabe. Recientemente hemos podido comprobar que, a pesar de su ahistoricidad evidente, la leyenda de la Almudena sigue teniendo pleno crédito en algunos sectores, como si los propagandistas de los Austrias hubieran resucitado para reciclarse como articulistas de prensa.

En efecto, cuando uno se acerca a la historia madrileña, una de las constantes que saltan a la vista es que el avance de la investigación sobre sus orígenes (que viene a confirmar lo que dicen las fuentes medievales) no ha logrado eliminar la tradición popular y a veces también historiográfica de situar el nacimiento de la ciudad fuera de la época que estas mismas tradiciones suelen llamar de «dominación islámica». Como remontarse a la Antigüedad clásica se reveló insostenible a poco que avanzó el conocimiento científico, se pasó el testigo a los visigodos, que para los románticos de los siglos XIX y XX eran los venerables antepasados y forjadores de la nación española (¿recuerdan la antigua obligación de los escolares de aprenderse la lista de los reyes godos?), por lo que resultaba perfecto que hubieran fundado la capital de la misma. Y ello a pesar de que en la misma época, gracias al desarrollo del arabismo académico, se iban redescubriendo las fuentes árabes medievales que daban las noticias más antiguas sobre Madrid.

Hay que decir que, hasta ese momento, y a pesar de todas las fabulaciones y leyendas sobre orígenes ilustres que se perdían en la noche de los tiempos, el dato más antiguo que se había encontrado sobre Madrid en la documentación cristiana era la breve referencia a una ciudad «en territorio de los caldeos» llamada Magerit, que hizo en latín el obispo Sampiro de Astorga a principios del siglo XI, describiendo una sangrienta expedición que hicieron las tropas asturianas en la zona un siglo antes.

El debate sobre los orígenes sigue vivo hasta hoy, si no en el terreno estrictamente académico —donde los avances en la arqueología no han hecho sino corroborar hasta el momento lo que afirman las fuentes documentales—, sí en la especulación de carácter más divulgativo, que ante la dificultad de inventarle a Madrid un pasado preislámico ha llegado a afirmar incluso un origen postislámico, con tal de que el mérito retrospectivo de la fundación de la capital recaiga en «los cristianos», de los cuales la nación española se considera sucesora, y no en «los moros» que son el gran otro antagónico de la historia de España. Porque, en efecto, lo que se dirime aquí no es una cuestión científica sino simbólica, que además ha adquirido nuevos bríos con el cambio de siglo, debido a las teorías del «choque de civilizaciones», la posición geoestratégica del islam en el «nuevo orden mundial» y el auge de la islamofobia, que imponen una mirada sesgada sobre el pasado.

En definitiva, el objetivo del libro Madrid islámico ha sido, por un lado, contribuir a la difusión del legado islámico en la historia madrileña, sacándolo del ámbito más académico y dándolo a conocer a través de una editorial especializada, justamente, en la divulgación del conocimiento sobre Madrid. Y, por otro lado, analizar la genealogía del debate sobre los orígenes para tratar de desactivar las proyecciones ideológicas del presente en el conocimiento del pasado. 

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